sábado, 18 de julio de 2009

Paletos de ciudad

Hace unos años empecé a montar en bicicleta de montaña. Me compré, cómo no, toda la equipación para salir perfectamente pertrechado y no pasar más fatigas que las lógicas del ejercicio a practicar. Así que me proveí de casco; gafas de sol; mallot ajustado que enfundara discretamente mi alarmante sobrepeso, con sus bolsillos a la espalda y todo, en los que guardé las barritas energéticas; culote corto con la coquilla acolchada; calcetines al tobillo y botines con sus calas; así como una camel-back en la que transportar de manera ergonómica la bebida isotónica, previamente enfriada durante la noche anterior en el congelador. Y un domingo por la mañana, bajo un sol de justicia, me uní a mi grupo de incipientes ciclistas, todos de la misma guisa. Cuando llevábamos como un par de horas dándole a los pedales, sudando la gota gorda y habiendo agotado ya al poco de salir las barritas energéticas y la bebida de la mochila y los bidones, vemos a lo lejos un ciclista que sale de un camino rural. Sin decirnos nada entre nosotros aceleramos discretamente el ritmo de las pedaladas, confiados en alcanzarle en breve. Pero no había forma. Así que nos lo fuimos tomando cada vez más en serio, y empezamos incluso a hacer relevos, emulando a los ciclistas de la tele, y a echar el resuello por la boca. Tan arduo esfuerzo se vio recompensado en unos minutos cuando logramos tener a la vista al individuo que había salido por el camino y al que no había forma humana darle alcance: un abuelete con una bicicleta G.A.C. del año de mari castaña, con un pañuelo en la cabeza atado con cuatro nudos, y una cestita delante con dos barras de pan al horno de leña que a buen seguro acababa de comprar en la Venta del Buen Descanso.

Y es que ahora ya no son los habitantes de los pueblos los que van haciendo el paleto a la ciudad, sino todo lo contrario. Nos adentramos en los pueblos como expedicionarios intrépidos que fueran al culo del mundo. En unos vehículos todo terreno a los que sólo les he visto sentido para las carreteras del África profunda, pero que aquí conducimos prácticamente sólo por autovías, para que no cojan una mota de polvo y derrochando combustible. Y equipados con nuestra ropa a lo Indiana Jones, comprada el día anterior en la sección de alta montaña del Decathlón, nos vamos a tomar el aperitivo a la plaza del pueblo. Nos atiborramos de cerveza, nos tomamos el martini, y nos disponemos a hacer senderismo, o trecking, que se dice ahora y es más moderno. Y cuando llevamos un rato tirando de la mochila, del bastón y de los enanos, quienes probablemente no se hayan separado en todo el camino de su Nintendo DS, paramos reventaditos de calor en la fuente señalada en el itinerario. Y nos vemos al típico labriego (seguramente el primo del de la bici de antes) con sus zapatos de rejilla, sus pantalones de tergal, su camisa planchada e impoluta, fumándose un celtas sin boquilla, subiendo la cuesta como un gamo y riéndose para dentro de los paletos de la ciudad.

Y desgraciadamente por la ciudad ya no vemos a la gente de los pueblos con esa imagen a lo Paco Martínez Soria, con la gallina en una mano y la maleta llena de chorizos en la otra. Porque saben de sobra que en la ciudad ya no nos hacen falta más chorizos, que de eso ya vamos servidos.

domingo, 12 de julio de 2009

Retrospectiva

No sé muy bien cómo va a acabar todo esto, aunque tampoco me preocupa en exceso. Lo que sí sé es que relatar una historia es algo enormemente complicado. Para escribir apenas unos párrafos que den medianamente la cara hacen falta horas de trabajo. Repasar cada frase una y mil veces. Tiempo del que por desgracia no dispongo.

Porque no es lo mismo dar mi opinión sobre un tema, para lo cual se me vienen las palabras al teclado con fluidez pasmosa, que inventarse una historia. A lo cual además hay que añadir la dificultad de que al hacerla pública pueda existir algún mal pensado que intuya inexistentes atisbos autobiográficos en algo que no es más que mera ficción.

Mi amiga Ana dice que le resulta muy curioso leerme porque con la imagen de niño bueno que le doy y cómo "escupo" cuando opino.

Así que no os prometo nada. Iré escribiendo a raticos. La historia para contar ya la tengo más o menos clara. Y llevo como varias páginas invertida en ella. Os pongo un avance. El principio supongo que os sonará del algo.


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La Policía golpeaba con insistencia la puerta. Fuera, en la calle, hacía un calor bochornoso de esos que sólo pueden soportar con un poco de dignidad las personas que saben controlar sus biorritmos. Dentro de la habitación del hotel la chica lloraba, nerviosa, sin saber muy bien qué estaba pasando. El cuerpo del abogado permanecía tendido boca abajo, inerte sobre la cama. Un reguero de sangre empapaba las sábanas bajo su muñeca derecha.

Cuando llegó el Forense miró a la chica desde la puerta. No tuvo que hacer preguntas. Tampoco entró en la habitación, no le hizo falta. Le bastó ver la mirada de la joven y el color de la sangre. El fluido almagre no tenía aspecto arterial sino venoso.

Desde el quicio emitió su dictamen certero: este hombre no ha muerto desangrado. Ha sido víctima de los ojos más hermosos y de la mirada más profunda y penetrante que ni yo mismo hubiera imaginado jamás. Giró sobre sus pasos y musitó un breve pasad en una hora por la oficina a recoger el informe.

Ella aterrada, indefensa, confusa, de pie, apenas tapada con una sábana, no entendía muy bien qué es lo que estaba pasando. Aún lo sentía dentro de ella. Apenas unos minutos antes todo era pasión, sudor, jadeos incontrolados. Los ojos de ambos fundidos en un caleidoscopio escarlata. Y ahora sobre la cama el hombre que le había dado un nuevo sentido a su vida estaba postrado, tendido, inerte.

Todo había empezado algunos meses antes, cuando le abrió la puerta del coche con estudiada educación. El breve trayecto, apenas unos minutos, hacia el lugar elegido le había servido a él para descubrir algunas cosas.

La primera fue que la mujer que estaba sentada a su derecha, estudiando las dimensiones del asiento del acompañante, no era exactamente la misma con la que había estado trabajando durante toda la mañana. Eran sus mismos rasgos pero no era ella, llevaba la misma ropa pero no era ella, seguía siendo insultantemente joven pero ya no aparentaba su edad. Era la misma persona pero era distinta. Infinitamente más interesante. Enormemente más atractiva. Terriblemente más seductora. Peligrosamente más inteligente.

El segundo descubrimiento tenía que ver con él mismo. Acababa de darse cuenta de que no le importaba tirar toda su vida por la borda con tal de dedicar un solo minuto a vivir intensamente algo que le mereciera verdaderamente la pena. Que era de ese tipo de locos insensatos que se juegan toda su fortuna a una carta por el mero hecho de experimentar la sensación de caminar sobre una cuerda floja que sea lo suficientemente interesante. O de subirse a un tren en marcha que no sabes muy bien dónde te lleva, pero sí cerca de quien te va a dejar. Que no le importaba ganar o perder esa batalla sino vivir con intensidad mientras durase la fortuna de seguir luchando por esa causa.

La tercera y más importante lección, que iba a durar mientras durase esa historia, no era tanto un hecho sino una intuición, que para esas dos personas tan extraordinariamente idénticas es muy difícil ocultar que ninguno de los dos era exactamente en realidad lo que el otro querría que fuera.

(continuará...)

sábado, 4 de julio de 2009

¿Comemos juntos?

Que conste que no pretendo dármelas de nada, pero he tenido la enorme fortuna de correr algo de mundo. Y lo poco o mucho que he viajado lo he hecho con los ojos muy abiertos, para empaparme bien de todo. Lo suficiente para saber que, sin excepción, comer o cenar con alguien es un acontecimiento social de primer orden, lo hagas donde lo hagas, con quien o quienes lo hagas y en las circunstancias que se presenten. Y que en cualquier parte del mundo, o por lo menos del mundo que yo he vivido, se cierran los tratos, se conoce a la gente, se celebran los acontecimientos, se disfruta de los amigos, se agasaja al forastero, se estudia al enemigo, o se seduce a la futura víctima, sentados en torno a una mesa compartiendo algo para comer. Eso sí, preferiblemente y a poder ser bajo la influencia de bebidas alcohólicas, que modifican la conducta y apean el tratamiento de la parte contraria en la medida que uno quiera o pueda dejar que se le vea el plumero (sic).
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De manera que lo que no tendría por qué ser más que un mero acto de necesidad biológica se ha convertido a lo largo de la historia de la humanidad en una liturgia de formas, modales, ritos, gestos, miradas, costumbres, buena o mala educación, estudio o seducción (según el caso) o ambas, en la que no se debe nunca bajar la guardia. Y en donde, como en todos y cada uno de nuestros actos de la vida diaria (públicos o privados) nos damos a conocer, queramos o no, consciente o inconscientemente. Sólo hay que abrir un poco los ojos, aislarse de la situación, pensar rápido para que el tiempo real vaya más despacio (como en Matrix).
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La primera gran lección sobre la importancia social de las comidas la recibí precisamente en el Reino Unido. Y supongo que no la olvidaré nunca. Era más joven de lo que soy ahora y habíamos acabado pululando por allí mi amigo Juanjo (que me hacía de traductor, todo un lujo) y yo en un tema de captación de fondos europeos para formación ocupacional. Después de una mañana de reuniones todas ellas en inglés, of course, papeles, boletines de la Unión Europea, calculadora en mano libras esterlinas-pesetas, dimos por terminada la jornada (craso error) y nos fuimos a comer con esos señores tan sesudos e ingleses ellos. Bueno, a comer o a lo que sea eso que hacen los británicos a horas intempestivas. Así que nos sentamos a comer y bajamos la guardia. Y empezamos a hablar entre él y yo en español y a contarnos nuestras cosas y a hablar en el tono ese de voz en que hablamos cuando en mi pueblo nos juntamos a comer los amigos y a ser simpáticos y extrovertidos. Y entonces comentamos que era agradable haber terminado el trabajo y poder estar así tan agustito (expresión cartagenera donde las haya). Y el inglés con tanta flema como buen criterio me regaló, gratis et amore, la lección que nunca olvidaré, advirtiéndome que él en ese instante seguía trabajando.
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Por cierto que luego el muy jodío cuando vino a España se hinchó a Jumilla y a paella.