Hace unos años empecé a montar en bicicleta de montaña. Me compré, cómo no, toda la equipación para salir perfectamente pertrechado y no pasar más fatigas que las lógicas del ejercicio a practicar. Así que me proveí de casco; gafas de sol; mallot ajustado que enfundara discretamente mi alarmante sobrepeso, con sus bolsillos a la espalda y todo, en los que guardé las barritas energéticas; culote corto con la coquilla acolchada; calcetines al tobillo y botines con sus calas; así como una camel-back en la que transportar de manera ergonómica la bebida isotónica, previamente enfriada durante la noche anterior en el congelador. Y un domingo por la mañana, bajo un sol de justicia, me uní a mi grupo de incipientes ciclistas, todos de la misma guisa. Cuando llevábamos como un par de horas dándole a los pedales, sudando la gota gorda y habiendo agotado ya al poco de salir las barritas energéticas y la bebida de la mochila y los bidones, vemos a lo lejos un ciclista que sale de un camino rural. Sin decirnos nada entre nosotros aceleramos discretamente el ritmo de las pedaladas, confiados en alcanzarle en breve. Pero no había forma. Así que nos lo fuimos tomando cada vez más en serio, y empezamos incluso a hacer relevos, emulando a los ciclistas de la tele, y a echar el resuello por la boca. Tan arduo esfuerzo se vio recompensado en unos minutos cuando logramos tener a la vista al individuo que había salido por el camino y al que no había forma humana darle alcance: un abuelete con una bicicleta G.A.C. del año de mari castaña, con un pañuelo en la cabeza atado con cuatro nudos, y una cestita delante con dos barras de pan al horno de leña que a buen seguro acababa de comprar en la Venta del Buen Descanso.
Y es que ahora ya no son los habitantes de los pueblos los que van haciendo el paleto a la ciudad, sino todo lo contrario. Nos adentramos en los pueblos como expedicionarios intrépidos que fueran al culo del mundo. En unos vehículos todo terreno a los que sólo les he visto sentido para las carreteras del África profunda, pero que aquí conducimos prácticamente sólo por autovías, para que no cojan una mota de polvo y derrochando combustible. Y equipados con nuestra ropa a lo Indiana Jones, comprada el día anterior en la sección de alta montaña del Decathlón, nos vamos a tomar el aperitivo a la plaza del pueblo. Nos atiborramos de cerveza, nos tomamos el martini, y nos disponemos a hacer senderismo, o trecking, que se dice ahora y es más moderno. Y cuando llevamos un rato tirando de la mochila, del bastón y de los enanos, quienes probablemente no se hayan separado en todo el camino de su Nintendo DS, paramos reventaditos de calor en la fuente señalada en el itinerario. Y nos vemos al típico labriego (seguramente el primo del de la bici de antes) con sus zapatos de rejilla, sus pantalones de tergal, su camisa planchada e impoluta, fumándose un celtas sin boquilla, subiendo la cuesta como un gamo y riéndose para dentro de los paletos de la ciudad.
Y es que ahora ya no son los habitantes de los pueblos los que van haciendo el paleto a la ciudad, sino todo lo contrario. Nos adentramos en los pueblos como expedicionarios intrépidos que fueran al culo del mundo. En unos vehículos todo terreno a los que sólo les he visto sentido para las carreteras del África profunda, pero que aquí conducimos prácticamente sólo por autovías, para que no cojan una mota de polvo y derrochando combustible. Y equipados con nuestra ropa a lo Indiana Jones, comprada el día anterior en la sección de alta montaña del Decathlón, nos vamos a tomar el aperitivo a la plaza del pueblo. Nos atiborramos de cerveza, nos tomamos el martini, y nos disponemos a hacer senderismo, o trecking, que se dice ahora y es más moderno. Y cuando llevamos un rato tirando de la mochila, del bastón y de los enanos, quienes probablemente no se hayan separado en todo el camino de su Nintendo DS, paramos reventaditos de calor en la fuente señalada en el itinerario. Y nos vemos al típico labriego (seguramente el primo del de la bici de antes) con sus zapatos de rejilla, sus pantalones de tergal, su camisa planchada e impoluta, fumándose un celtas sin boquilla, subiendo la cuesta como un gamo y riéndose para dentro de los paletos de la ciudad.
Y desgraciadamente por la ciudad ya no vemos a la gente de los pueblos con esa imagen a lo Paco Martínez Soria, con la gallina en una mano y la maleta llena de chorizos en la otra. Porque saben de sobra que en la ciudad ya no nos hacen falta más chorizos, que de eso ya vamos servidos.