Que conste que no pretendo dármelas de nada, pero he tenido la enorme fortuna de correr algo de mundo. Y lo poco o mucho que he viajado lo he hecho con los ojos muy abiertos, para empaparme bien de todo. Lo suficiente para saber que, sin excepción, comer o cenar con alguien es un acontecimiento social de primer orden, lo hagas donde lo hagas, con quien o quienes lo hagas y en las circunstancias que se presenten. Y que en cualquier parte del mundo, o por lo menos del mundo que yo he vivido, se cierran los tratos, se conoce a la gente, se celebran los acontecimientos, se disfruta de los amigos, se agasaja al forastero, se estudia al enemigo, o se seduce a la futura víctima, sentados en torno a una mesa compartiendo algo para comer. Eso sí, preferiblemente y a poder ser bajo la influencia de bebidas alcohólicas, que modifican la conducta y apean el tratamiento de la parte contraria en la medida que uno quiera o pueda dejar que se le vea el plumero (sic).
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De manera que lo que no tendría por qué ser más que un mero acto de necesidad biológica se ha convertido a lo largo de la historia de la humanidad en una liturgia de formas, modales, ritos, gestos, miradas, costumbres, buena o mala educación, estudio o seducción (según el caso) o ambas, en la que no se debe nunca bajar la guardia. Y en donde, como en todos y cada uno de nuestros actos de la vida diaria (públicos o privados) nos damos a conocer, queramos o no, consciente o inconscientemente. Sólo hay que abrir un poco los ojos, aislarse de la situación, pensar rápido para que el tiempo real vaya más despacio (como en Matrix).
.La primera gran lección sobre la importancia social de las comidas la recibí precisamente en el Reino Unido. Y supongo que no la olvidaré nunca. Era más joven de lo que soy ahora y habíamos acabado pululando por allí mi amigo Juanjo (que me hacía de traductor, todo un lujo) y yo en un tema de captación de fondos europeos para formación ocupacional. Después de una mañana de reuniones todas ellas en inglés, of course, papeles, boletines de la Unión Europea, calculadora en mano libras esterlinas-pesetas, dimos por terminada la jornada (craso error) y nos fuimos a comer con esos señores tan sesudos e ingleses ellos. Bueno, a comer o a lo que sea eso que hacen los británicos a horas intempestivas. Así que nos sentamos a comer y bajamos la guardia. Y empezamos a hablar entre él y yo en español y a contarnos nuestras cosas y a hablar en el tono ese de voz en que hablamos cuando en mi pueblo nos juntamos a comer los amigos y a ser simpáticos y extrovertidos. Y entonces comentamos que era agradable haber terminado el trabajo y poder estar así tan agustito (expresión cartagenera donde las haya). Y el inglés con tanta flema como buen criterio me regaló, gratis et amore, la lección que nunca olvidaré, advirtiéndome que él en ese instante seguía trabajando.
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Por cierto que luego el muy jodío cuando vino a España se hinchó a Jumilla y a paella.
Solo dos observaciones a hacer al relato, dados los tiempos que corren:
ResponderEliminar- Hay excepciones que no cumplen esta norma: aquellos que cuando van a comer, sólo van a comer, vayan con quien vayan (para estos sigue siendo un acto biológico).(por cierto, no es bueno colocarse cerca pues gruñen cuando ven platos apetecibles para disudir al resto de comensales de abordar los manjares)
- Aquellas empresas donde, aunque sea comida de empresa, decimos que es "de amigos" para pagar a escote y no gravar la maltratada economía de la misma (entre estos suele haber lagún medallero pelota)
Hablando de todo un poco a ver cuando vamos a cenar a donde tú ya sabes. O de pic-nic. O ambas.
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