martes, 29 de septiembre de 2009

Las dos caras de Bea (tercera parte)

... La tercera y más importante lección, que iba a durar mientras durase esa historia, no era tanto un hecho sino una intuición, que para esas dos personas tan extraordinariamente idénticas es muy difícil ocultar que ninguno de los dos era exactamente en realidad lo que el otro querría que fuera.

Hacía ya varios meses que no sabía nada de Pablo. Pero ver su número en la pantalla de mi móvil siempre resultaba excitante. Sabía que algo estaba fraguando, que en esa genial y retorcida mente se había formado como de costumbre alguna idea brillante, algún plan irresistible, que necesitaba alguna coartada inteligente, o que simplemente le apetecía hablar conmigo. Esto último era menos frecuente, pero también pasaba. Por desgracia cada vez menos, cada vez de manera más distanciada en el tiempo. Nuestra amistad estaba basaba en una serie de coincidencia de intereses que de alguna u otra forma se habían ido forjando a lo largo de los años. A veces de manera coincidente. Otras buscadas por mí. Otras por ambos. Cualquier excusa era buena para acabar en Madrid.

Nos presentó Miriam en la facultad de Derecho de la Complutense, en la que yo acabé a base de rebotes y de una odiosa relación con el Procesal de quinto curso. Pablo, a su vez, se había declarado enemigo incondicional de la Filosofía del Derecho, que creo que le ignoraba tanto como él a ella. El hombre autoconstriñe su libertad por la razón, la Crítica de la Razón Pura, el Mito de la Caverna, San Agustín, Santo Tomás, Kant y Nietzsche y la madre que los parió a todos, me decía, -Santo Dios, qué angustia. Mientras atraía la atención del respetable jugando al mus en la cantina de la facultad, con su discurso siempre en tono de humor, y yo le hacía una seña, y él se quitaba muy despacio las gafas de sol y echaba cinco a grandes, a chica, a pares y a juego.

Qué diferente a la realidad de la justicia que ambos descubrimos algunos meses después, a la que se administra con minúsculas. Ya desde entonces su atranque con la Filosofía del Derecho vislumbraba y hacía intuir en él que pronto aprendería que existen dos justicias, que existen dos derechos, que el mundo de papel de los libros no es más que una herramienta básica que sobra con saber que existe. Que el derecho de papel no es más que la goma que sujeta la baraja, que es sólo una bala más en la pistola de un mafioso, que es tan sólo el timbre para llamar a las puertas del cielo. Que la Justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le pertenece. Pero que la justicia es un edificio plagado de cucarachas ejerciendo como auxiliar administrativo interino, cogiendo puntos para que nadie les robe su queso. Para poder vivir como marujas paniaguadas toda su vida. De auxiliares y oficiales de la administración de justicia desoficiadas y mal folladas que se ensañan con cualquiera que cruce la puerta de la oficina judicial, desde el pasante que acaba de empezar, hasta el experto jurista que ya peina canas y que se encontraba de paso en la ciudad y no tenía a quien mandar a mirar ese expediente. Que el Derecho es la ciencia del conjunto de normas que regulan las sociedades civilizadas. Pero que el derecho son pactos para no perder, que lo que no está en el pleito no existe, que la forma es infinitamente más importante que el fondo, que el que no corre vuela, y que aquí ya nos las sabemos todas y nos conocemos todos, Pablito. Eso parecía intuir Pablo de la Vega cuando envidaba al mismo tiempo a grandes y a chica cagándose en la madre que parió a Kierkegaard.

Y por eso se le puso ese engaño en la mente, esa venda en los ojos. Por eso parecía que ya desde joven, desde antes de ejercer, desde antes de hacer su primera hora de pasantía, desde antes de pisar por primera vez el Colegio de Abogados, no entendía qué relación había entre la Crítica de la Razón Práctica y lo buena que estaba aquella chica de gafas que todos los días llegaba a la biblioteca a prepararse su oposición a judicatura, y que, por su puesto, se acabaría tirando. Incluso también acabaron repitiendo cuando coincidieron años después casualmente en un Juzgado de Alcobendas ejerciendo cada uno su profesión. Porque el mundo es muy pequeño, y por esa misma razón la sentencia de ese pleito estaba echada desde el mismo momento en que ella le vio entrar en la Sala. Porque esas cosas no están escritas en ningún Código, pero por fortuna la mente humana se rige por otros códigos que no ha publicado todavía ninguna editorial jurídica con tapas de cartón y letras gruesas y doradas en la portada. Ni lo harán nunca. Porque esas cosas nadie las explica en la facultad, no merecen la consideración de los sesudos catedráticos que tratan de impresionarte con su teoría sobre la exégesis del nexo causal en la restitutio in integrum.

-Dime para qué me quieres esta vez. Espera que te lo digo yo, le corté:  o has vuelto a tener movida...

 (continuará...)

3 comentarios:

  1. Ni se te ocurra volver a tenernos en vilo más de dos meses

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  2. Lo que tiene que hacer es escribir más y bajarte de la nube, que está alelado últimamente, nos tienes preocupados

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  3. No compres más roscas como las del otro día. Las marineras salen fatal y por la noche casi me jodo un diente....¿podría demandar al fabricante?

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