lunes, 16 de noviembre de 2009

Las dos caras de Bea, IV

Perdonad mi demora, pero entre rato y rato de internet me gusta trabajar un poco, estar con la familia, hacer algo de deporte y salir con los amigos. Pongo con esta cuarta entrega de "Las dos caras de Bea" un punto y aparte. No sé cómo va a terminar esta historia, pero ella lo ha querido así. Yo, por mi parte, seguiré escribiéndola en mi mente cada minuto, cada segundo y en cada instante. Y si es que alguna vez se deja terminar de escribir, no dudéis que seréis los primeros en enteraros.

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-Dime para qué me quieres esta vez. Espera que te lo digo yo: has vuelto a tener movida con Paloma o quieres que te eche mi firma en alguna nueva demanda.

- Venga ya, vente y te lo cuento aquí. No me hagas volver a ese pueblo tuyo, que sabes que no me trae buenos recuerdos.

Si se había planteado venir hasta aquí es que la cosa era más sería de lo que supuse en el primer momento. Porque venir a este pueblo mío no le traía buenos recuerdos. Porque Miriam aquí le había hecho mucho daño. Porque Miriam fue la única cosa por la que ha llorado de verdad en toda su vida. Y ese día yo estaba allí. Lo sé porque secó sus lágrimas con las mangas de mi camisa.

Conocí a Miriam casi al mismo tiempo que a él. De hecho fue ella quien nos presentó.

- Tú debes ser de donde yo, le dije. Te he reconocido por el acento. Algunos centímetros por encima de su escote lucía una sonrisa encantadora, de chica familiar y extrovertida. Una belleza limpia, huérfana de maquillaje, unos ojos muy grandes que hacían un curioso contraste con una nariz pequeñita y respingona, como de duendecillo. Unas contadas pecas, casi imperceptibles, en su cara le daban a todo el conjunto un aspecto de Campanilla, a la que sólo le faltase la varita mágica para darte la sensación de que iba a salir volando agitando sus alitas de un momento a otro.

Intercambiamos algunas frases hechas sobre nuestra ciudad. En qué calle viven tus padres, a qué colegio fuiste, trivialidades sobre las fiestas, sobre nuestras cosas típicas. Las cosas de nuestro pueblo, como decía Pablo. Le encantaba provocarnos llamándolo “pueblo”, una ciudad no más grande que muchas de los extrarradios de Madrid, pero tampoco más pequeña. Vamos, que de pueblo, nada. Pero a Pablo le encantaba provocarnos con eso, y con más tiempo que pasaba no dejaba por eso de molestarnos.

- Iba a ir a la cantina a tomar algo, le dije, por si te quieres venir.

- Vale, yo iba para allá, he quedado con mi novio.

- Pues entonces no os molesto.

- Venga hombre, que te he dicho que tengo novio, no que esté muerta. Esa sonrisa al terminar la frase encendió una bombilla. Al principio pequeña, casi imperceptible. Una lucecita que probablemente no quisiera decir nada. Que podría haber pasado desapercibida. Pero que para mi quería decir mucho. A mi me hizo intuir que Miriam no tenía intención de apostar toda su vida a una sola carta. Luego, con el paso de los años, cuando mi amistad con su novio fue haciéndose más fuerte, cuando ella fue pasando a un segundo plano, cuando ambos acabamos fraguando a fuego una relación de camaradería incondicional, la existencia de esa lucecita se fue diluyendo, o mejor la fue apagando la conciencia colectiva que se forma cuando conoces a una pareja en tanto que tal. Cuando apuntas juntos los nombres de los dos en tu agenda. Cuando alguien pregunta que de qué Miriam le estás hablando y respondes que esa no, que te refieres a la novia de Pablo, y entones todos lo tienen claro. Porque todos asocian cualquier relación como si fuera a ser eterna.

Hasta que una tarde de enero, seis años después, me ví sentado con Pablo en la puerta de una Iglesia de barrio, con un frío húmedo de esos que se te mete en los huesos, mientras una fina llovizna aplomaba el cielo, haciendo aún más resbaladiza la rampa de acceso junto a la escalera. Abrazándolo a él mientras lloraba y con un ridículo paquetito de pañuelos de papel en la otra mano. Teníamos que ofrecer una imagen patética. Y esa lucecita se hizo un relámpago, cuando me fue contando con todo lujo de detalles cómo había sucedido todo. Cómo lo había traicionado. Cómo se lo dijo. Porque necesitaba contarme los detalles, necesitaba contarme hasta los extremos más íntimos de su relación con ella, para que viera lo puta que había sido, y cómo le había traicionado con ese, al que seguro que le haría las mismas cosas que a él en la cama. Por eso tenía que decírmelo, porque era como pagar su venganza contando aquello que no debería contar nunca un caballero. Y también me contó como le dijo que algún día eso mismo que había hecho ahora ella se volvería en su contra, cuando ése encontrara a otra más joven y más dispuesta. Y como ella le lloró, le suplicó, se arrastró pidiendo clemencia, arrepintiéndose de su ataque de sinceridad. Y cómo él, impasible el ademán, le dijo que nunca, nunca, jamás la perdonaría.

- Porque podría comprender una aventura, dijo, incluso perdonarle una infidelidad. Pero lo que no podré ni olvidar ni perdonar nunca es su deslealtad.

(continuará...)

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