Y entonces apareció ella. Era alta, hermosa y rubia, como la cerveza. Insultantemente joven. Con ese toque provocativo que da el sutil tatuaje en la paletilla, vivediós. Se acerca a su mesa y sin mediar palabra le suelta a mi amigo una bofetada de esas que marcan la cara. Y le dice: "eres un golfo y un canalla". Y se marcha por donde ha venido. Muy altiva y orgullosa ella. Menuda hembra.
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Y no hace falta preguntar mucho, para saber qué hay detrás de tamaño desvarío: Martini blanco con limón. Ya te llamo luego. La reserva de una habitación de hotel. De un apartamento con vistas a la sierra. Ponerse guapo. Háblame de ti. Ron con hielo picado y una rodajita de naranja helada. Me das mucho morbo. Desayunar una ración de calamares para dos en la terraza del puerto. Ojeras y resaca. Kit de champán y cubiertos de plástico en el maletero del coche. Manchas de carmín en la solapa. Marcas en el cuello. Preséntame a tu amiga. Paquete de Marlboro. Hablarle al oído. Salir a comer algo. Burbujas de aguas termales. Gafas de sol. Conducir deprisa. Siempre nos quedará París. Y tantas otras cosas que hacen que el corazón vaya pasado de vueltas.
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Joder, tío, es que te lo tienes merecido. Es que eres un golfo. Y un canalla.
Joder, tío, es que te lo tienes merecido. Es que eres un golfo. Y un canalla.
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(Permitidme la licencia, pero es que es difícil imaginar a Ingrid Bergman atormentándose en un café de Casablanca regido por Chiquito de la Calzada y no por el golfo de Humphrey Bogart).
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